Ella está ahí, sentada en la mesa más luminosa del café. Su
tacita de café espumoso sigue intacta, en el lugar en que la dejó la mesera.
Está demasiado ocupada escribiendo en su cuaderno espiralado. Su mano se mueve
como un relámpago entre los renglones, dejando letras y más letras a su paso.
En sus ojos se ve el reflejo de su tristeza, ¿Cuál será la pena que la aqueja?
Una emoción extraña surca sus ojos y pronto sé que su lapicera se quedó sin
tinta, porque raya desenfrenadamente la última hoja de su cuaderno. Suspira
cansinamente y revolea la lapicera en su mochila, luego busca y rebusca hasta
que saca una cartuchera verde. Busca y rebusca dentro de esta y saca una
lapicera roja. La mira como si fuera una vergüenza que no fuera azul. Pero
niega con la cabeza ligeramente y sigue escribiendo. Su flequillo todo
desteñido se le mete frente a los ojos y ella se lo vuelve a poner detrás de la
oreja, sin pensarlo. Sigue escribiendo como si su vida dependiera de ello.
Ahora en sus ojos no solo está esa tristeza secreta, sino algo más, algo aún
más profundo, más extraño. Pero no sé qué es. Se da cuenta de que su café se
enfría y le da un sorbo. Pone cara de asco y estira la mano para agarrar tres
paquetitos de azúcar. Demasiado en mi opinión. Vacía los tres y revuelve
distraídamente mientras relee lo que escribió. Tiene un gesto de serena
satisfacción. Suelta el cuaderno y se toma todo su café de una, así, sin aire
de por medio. Ay querida, eso es un café, no un chupito de vodka. Deja la taza
y sigue escribiendo. Afuera se nubla y la suya deja de ser la mesa más
iluminada. En sus ojos destella esa emoción rara, mezcla de melancolía y
emoción. Deja de escribir y mira
por el ventanal. Se distrae mirando a la gente
pasar y de pronto se le cae el cuaderno al suelo en un desparramo de hojas. Me
estiro yla ayudo a levantar todo. Ella me sonríe en agradecimiento; una sonrisa hermosa pero que esconde esa misma emoción que ocultan sus ojos. Vuelve su atención a mi computadora y pregunta inocentemente qué estoy escribiendo. No puedo decirle que escribo sobre ella así que invento algo sobre la marcha. Ella se ríe de mi ocurrencia aunque ni idea de lo que dije. Mira su reloj azul en su muñeca y su sonrisa se esfuma por un segundo. Guarda todo apurada y se despide de mí. Paga su café en el mostrador y se acerca a la puerta. Antes de que se vaya le pregunto su nombre. “Agustina” responde mientras vuelve a ponerse el pelo atrás de la oreja. Se da media vuelta y lo último que veo es su mochila de Sum 41. Cruza la calle sin mirar y sigue con su vida. Vuelvo mi vista a su mesa y veo la lapicera roja, toda
olvidada. La agarro y, antes de guardarla en mi bolsillo le digo: “Tranquila, para mí no sos una vergüenza por no ser azul”
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