Todo comenzó una noche de febrero.
El señor Miguel Persiguez volvía del hospital, donde un peón suyo estaba
internado por una fiebre rara que no bajaba con los días. Llegó a su estancia,
se bajó de la camioneta y caminó los tres o cuatro metros de pastos altos y
yuyos que separaban la trotadora del zaguán. La luna nueva apenas alumbraba la
noche oscura pero el camino a la puerta de entrada era recto y simple, y él no
necesitaba luz para recorrerlo. Cuando estaba llegando, escuchó algo detrás de
él. Algo se movía entre los pastos altos, se deslizaba lento como una
serpiente, pero sin ese siseo con el que había aprendido a reconocerlas. Miró
sin ver en la oscuridad y se apresuró a entrar a su casa. Cerró con llave y
cerrojo, y le puso al borde de abajo de la puerta el burlete, ese tubo de tela lleno de arena para que
no pase el frío ni se metan las alimañas a la casa. Esa noche durmió un poco intranquilo,
pero para la mañana siguiente todo el asunto del pastizal se había deslizado de
su mente.
Unos días más tarde, resulto ser
una noche muy calurosa. Tanto así que don Persiguez, su señora y su primo
e sentaron en el zaguán tomando una cerveza fría para paliar el calor. Persiguez había mandado a cortar todos los yuyos que rodeaban la estancia. También había hecho recortar los arbustos para dejar
despejados unos tres o cuatro metros al rededor de la casa. No quería que los bichos se
acercaran a la casa, y había algo que lo inquietaba en la sombra de los pastos. Entonces, entre
risas y cuentos, don Miguel escuchó algo. Entre el murmullo de
chicharras, grillos, ranas y demás bichos de monte había un ruido raro. Era
como un borboteo viscoso y espeso que se deslizaba por detrás de los malvones
que decoraban el zaguán. Trató de ignorarlo, de concentrarse en
la historia del primo, pero el sonido se arrastraba de nuevo en su mente,
intoxicando sus pensamientos. Le dijo a su mujer y a su primo que entrasen, que
había algo raro ahí afuera. Ambos atribuyeron la repentina paranoia al alcohol,
pero como ya era tarde, decidieron hacerle caso. Ella entró a la casa pero el
primo decidió que era mejor subirse a su caballo y seguir hasta
su propia estancia. Don Persiguez trató de convencerlo de que se quedara
al menos por la noche. Pero el primo era tozudo, y sin que
le importe la hora, ni el calor, ni el ruido, se subió a su caballo y se fue.
Cuando entró a su casa, don Persiguez cerró con llave y cerrojo, puso el burlete de
abajo de la puerta y además le atravesó la tranca de madera. Durmió
intranquilo, intermitentemente. Los perros ladraron toda la noche hasta
quedarse roncos y a la mañana siguiente los encontró asustados y escondidos en
el galpón.
Hacia la siesta de ese mismo día llegó el comisario con malas
noticias. El primo había desaparecido. Habían encontrado a su caballo,
espantado y corriendo sin control por el campo. A pesar de los esfuerzos de la
policía, no pudieron encontrar rastro alguno del primo. Algunos meses después,
en la época de cosecha, encontrarían sus restos en una plantación no muy
alejada de su estancia.
Los
días siguientes, don Miguel reforzó la puerta, sumó una tranca más y agregó arena al
burlete para hacerlo más pesado. Todas las noches aseguraba la puerta y cerraba los
postigos de las ventanas. Dormía perturbado y se despertaba a horas de la
madrugada solo para prender y apagar las luces de la galería. Su mujer empezó a
unirse en las preocupaciones de su esposo. Preguntaba a cuanta vecina veía si
sabía algo de susurros en la noche, o si sus puertas también aparecían manchadas
con una aureola negruzca y difícil de lavar, sobre todo en las noches nubladas
o tormentosas.
Sucedió en ese entonces la mayor
de las tragedias para un paisano. Una plaga que ningún veterinario podía
explicar había empezado a atacar a los animales de corral. Gallinas, chivitos y
patos fueron los primeros. Pero paulatinamente otros animales de mayor tamaño
empezaron a amanecer muertos, retorcidos en posiciones imposibles. Más adelante descubrieron también que tenían la sangre negra y purulenta.
Pronto no había granja con gallina viva ni hacienda con caballo en pie. Los
animales que quedaban parecían paralizados del miedo. Los descubrían a la
mañana con los ojos desorbitados y la boca llena de espumarajos. Hasta los perros,
que solían dormir en los patios y jardines de las casas, eran encontrados
agarrotados en las últimas posiciones de lo que aparentaba ser un caso extremíimo de convulsiones. Fueron analizados todos los factores posibles, y solo
encontraron que el agua estaba contaminada con una toxina desconocida, pero en
un porcentaje demasiado bajo para causar tan terribles síntomas.
Pronto toda la región se
encontraba alterada, las personas empezaban a rumorear sobre alguna macumba,
alguna maldición que estaba afectando a los animales de la zona. Por supuesto, don Persiguez no dejaba de decir a cuanta persona se cruzara, que él
sabía. Que había alguna alimaña rara rondando las haciendas, matando de miedo a
los animales. Sabía, estaba seguro de que eso era cosa del diablo. Que alguien
había jugado con cosas que no debía y había traído a esa plaga a los campos.
Que era cuestión de tiempo para que el demonio se cansara de la sangre de vaca
y chivo, para que empezara a buscar otro tipo de sangre. Y así fue, como si fuera
una premonición, pronto empezaron a encontrar personas muertas, con los mismos
ojos aterrados de los animales. Era como si lo último que vieran les sacara la
vida por los ojos, les drenara la fuerza y la sangre del cuerpo. Primero eran
personas que se encontraban afuera en la noche ocasionalmente, yendo de un
lugar a otro. Luego fueron encontrados peones, muertos en sus propias casillas,
le siguieron viejos que dormían confiados, con las ventanas abiertas de par en
par. Poco a poco, la población fue decidiendo huir, mudarse a otros pueblos,
yéndose a vivir a ciudades alejadas, vendiendo sus tierras a compañías
internacionales que les pagaban una miseria. Todo con tal de escapar del terror
que parecía perseguirlos.
Miguel Persiguez sin embargo se
quedó. A pesar de todas las recomendaciones, y de que muchos de sus vecinos y
familiares se unieran al éxodo, se quedó. Un poco porque había construido esa
estancia y había cuidado sus animales toda su vida. Si se iba, ¿qué sería del
trabajo de tantos años? Tirado a la basura, desperdiciado, desaparecido. No
podía dejar que eso pasara, así que se quedó. Antes de que el sol siquiera se
acercara al horizonte, ya se guardaba en su casa con todas las puertas
cerradas con trancas, cerrojos y burletes. Metía a los
perros y los hacía dormir en la cocina, sin que le importasen las quejas de su
esposa. Y tomaba. Se pasaba la noche sentado frente a la puerta, sosteniendo la
escopeta en una mano y sirviéndose vaso tras vaso de vino. Esperaba que el
sopor del alcohol lo hiciera olvidar lentamente hasta quedarse dormido.
Los días se sucedían mientras más
y más familias abandonaban sus casas y sus campos, dejando cada vez más
aislados don Persiguez y a su señora. Hasta que una mañana nublada se
acercó el comisario a decirles que también la comisaría tenía que cerrarse.
Antes de irse le pidió profundamente a Miguel que se uniera él también al
éxodo. Que no quedaría nadie para auxiliarlo en una emergencia. Que pensase en
su mujer. Y quizás fueron las palabras del comisario, o quizás porque que era demasiado temprano para que el vino le alterase el juicio, pero decidió seguir su consejo. En un par de días partirían
a la casa de unos parientes que vivían en una ciudad no tan alejada. Y ese
mismo día, a pesar de que las nubes auguraban una noche tormentosa, los señores
empezaron a embalar y a juntar las cosas del campo para guardarlas en el galpón.
Era media tarde cuando ocurrió. El
cielo estaba encapotado y el viento aullaba entre el silencio de los árboles de
la estancia. La mujer de Persiguez estaba descolgando unas ropas del tendal
cuando escuchó detrás de las sábanas un sonido viscoso que serpenteaba hacia
ella. Asustada dejó caer toda la ropa y gritó por su marido. Cuando Persiguez se apresuró seguido por sus perros hacia donde su esposa, solo llegó a ver la mirada de espanto que le dirigían sus ojos muertos. Una masa negra ya se arrastraba espesamente por encima de la cara de ella
hasta cubrirle completamente esos dos ojos que se desbordaban de sus cuencas.
Fue en ese momento cuando Persiguez reaccionó y echó a correr. Corrió
desesperado hacia su casa, rogando llegar antes que esa cosa. Escuchó los
desgarradores aullidos de sus perros y el borboteo que se acercaba, y se
acercaba. La puerta estaba solo a unos metros cuando sintió el olor pútrido y sulfuroso de la criatura que le revolvía el
estómago. Justo al último momento alcanzó la puerta entreabierta, entró
rápidamente a la casa y cerró de un golpe. Dejó la escopeta y se apresuró a
cerrar con llave y poner las trabas. De pronto un golpe hizo temblar toda la
puerta, pero los cerrojos la mantuvieron intacta. Más golpes se sucedieron,
cada vez más fuertes, pero la puerta soportaba sin ceder. Don Persiguez se alejó lentamente, agradeciendo a la Virgen por haberse salvado,
por tener la chance de volver a ver el sol. De repente, los golpes
cesaron. Oyó el siseo revolverse en la puerta. Para cuando se dio cuenta que no
había puesto el burlete de arena en el borde inferior, una baba negra y viscosa
como alquitrán caliente ya empezaba a reptar por la rendija debajo de la
puerta.