25 marzo, 2018

Cerrá la puerta



Todo comenzó una noche de febrero. El señor Miguel Persiguez volvía del hospital, donde un peón suyo estaba internado por una fiebre rara que no bajaba con los días. Llegó a su estancia, se bajó de la camioneta y caminó los tres o cuatro metros de pastos altos y yuyos que separaban la trotadora del zaguán. La luna nueva apenas alumbraba la noche oscura pero el camino a la puerta de entrada era recto y simple, y él no necesitaba luz para recorrerlo. Cuando estaba llegando, escuchó algo detrás de él. Algo se movía entre los pastos altos, se deslizaba lento como una serpiente, pero sin ese siseo con el que había aprendido a reconocerlas. Miró sin ver en la oscuridad y se apresuró a entrar a su casa. Cerró con llave y cerrojo, y le puso al borde de abajo de la puerta el burlete, ese tubo de tela lleno de arena para que no pase el frío ni se metan las alimañas a la casa. Esa noche durmió un poco intranquilo, pero para la mañana siguiente todo el asunto del pastizal se había deslizado de su mente.
Unos días más tarde, resulto ser una noche muy calurosa. Tanto así que don Persiguez, su señora y su primo e sentaron en el zaguán tomando una cerveza fría para paliar el calor. Persiguez había mandado a cortar todos los yuyos que rodeaban la estancia. También había hecho recortar los arbustos para dejar despejados unos tres o cuatro metros al rededor de la casa. No quería que los bichos se acercaran a la casa, y había algo que lo inquietaba en la sombra de los pastos. Entonces, entre risas y cuentos, don Miguel escuchó algo. Entre el murmullo de chicharras, grillos, ranas y demás bichos de monte había un ruido raro. Era como un borboteo viscoso y espeso que se deslizaba por detrás de los malvones que decoraban el zaguán. Trató de ignorarlo, de concentrarse en la historia del primo, pero el sonido se arrastraba de nuevo en su mente, intoxicando sus pensamientos. Le dijo a su mujer y a su primo que entrasen, que había algo raro ahí afuera. Ambos atribuyeron la repentina paranoia al alcohol, pero como ya era tarde, decidieron hacerle caso. Ella entró a la casa pero el primo decidió que era mejor subirse a su caballo y seguir hasta su propia estancia. Don Persiguez trató de convencerlo de que se quedara al menos por la noche.  Pero el primo era tozudo, y sin que le importe la hora, ni el calor, ni el ruido, se subió a su caballo y se fue. Cuando entró a su casa, don Persiguez cerró con llave y cerrojo, puso el burlete de abajo de la puerta y además le atravesó la tranca de madera. Durmió intranquilo, intermitentemente. Los perros ladraron toda la noche hasta quedarse roncos y a la mañana siguiente los encontró asustados y escondidos en el galpón.
     Hacia la siesta de ese mismo día llegó el comisario con malas noticias. El primo había desaparecido. Habían encontrado a su caballo, espantado y corriendo sin control por el campo. A pesar de los esfuerzos de la policía, no pudieron encontrar rastro alguno del primo. Algunos meses después, en la época de cosecha, encontrarían sus restos en una plantación no muy alejada de su estancia.
            Los días siguientes, don Miguel reforzó la puerta, sumó una tranca más y agregó arena al burlete para hacerlo más pesado. Todas las noches aseguraba la puerta y cerraba los postigos de las ventanas. Dormía perturbado y se despertaba a horas de la madrugada solo para prender y apagar las luces de la galería. Su mujer empezó a unirse en las preocupaciones de su esposo. Preguntaba a cuanta vecina veía si sabía algo de susurros en la noche, o si sus puertas también aparecían manchadas con una aureola negruzca y difícil de lavar, sobre todo en las noches nubladas o tormentosas.
Sucedió en ese entonces la mayor de las tragedias para un paisano. Una plaga que ningún veterinario podía explicar había empezado a atacar a los animales de corral. Gallinas, chivitos y patos fueron los primeros. Pero paulatinamente otros animales de mayor tamaño empezaron a amanecer muertos, retorcidos en posiciones imposibles. Más adelante descubrieron también que tenían la sangre negra y purulenta. Pronto no había granja con gallina viva ni hacienda con caballo en pie. Los animales que quedaban parecían paralizados del miedo. Los descubrían a la mañana con los ojos desorbitados y la boca llena de espumarajos. Hasta los perros, que solían dormir en los patios y jardines de las casas, eran encontrados agarrotados en las últimas posiciones de lo que aparentaba ser un caso extremíimo de convulsiones. Fueron analizados todos los factores posibles, y solo encontraron que el agua estaba contaminada con una toxina desconocida, pero en un porcentaje demasiado bajo para causar tan terribles síntomas.
Pronto toda la región se encontraba alterada, las personas empezaban a rumorear sobre alguna macumba, alguna maldición que estaba afectando a los animales de la zona. Por supuesto, don Persiguez no dejaba de decir a cuanta persona se cruzara, que él sabía. Que había alguna alimaña rara rondando las haciendas, matando de miedo a los animales. Sabía, estaba seguro de que eso era cosa del diablo. Que alguien había jugado con cosas que no debía y había traído a esa plaga a los campos. Que era cuestión de tiempo para que el demonio se cansara de la sangre de vaca y chivo, para que empezara a buscar otro tipo de sangre. Y así fue, como si fuera una premonición, pronto empezaron a encontrar personas muertas, con los mismos ojos aterrados de los animales. Era como si lo último que vieran les sacara la vida por los ojos, les drenara la fuerza y la sangre del cuerpo. Primero eran personas que se encontraban afuera en la noche ocasionalmente, yendo de un lugar a otro. Luego fueron encontrados peones, muertos en sus propias casillas, le siguieron viejos que dormían confiados, con las ventanas abiertas de par en par. Poco a poco, la población fue decidiendo huir, mudarse a otros pueblos, yéndose a vivir a ciudades alejadas, vendiendo sus tierras a compañías internacionales que les pagaban una miseria. Todo con tal de escapar del terror que parecía perseguirlos.
Miguel Persiguez sin embargo se quedó. A pesar de todas las recomendaciones, y de que muchos de sus vecinos y familiares se unieran al éxodo, se quedó. Un poco porque había construido esa estancia y había cuidado sus animales toda su vida. Si se iba, ¿qué sería del trabajo de tantos años? Tirado a la basura, desperdiciado, desaparecido. No podía dejar que eso pasara, así que se quedó. Antes de que el sol siquiera se acercara al horizonte, ya se guardaba en su casa con todas las puertas cerradas con trancas, cerrojos y burletes. Metía a los perros y los hacía dormir en la cocina, sin que le importasen las quejas de su esposa. Y tomaba. Se pasaba la noche sentado frente a la puerta, sosteniendo la escopeta en una mano y sirviéndose vaso tras vaso de vino. Esperaba que el sopor del alcohol lo hiciera olvidar lentamente hasta quedarse dormido.
Los días se sucedían mientras más y más familias abandonaban sus casas y sus campos, dejando cada vez más aislados don Persiguez y a su señora. Hasta que una mañana nublada se acercó el comisario a decirles que también la comisaría tenía que cerrarse. Antes de irse le pidió profundamente a Miguel que se uniera él también al éxodo. Que no quedaría nadie para auxiliarlo en una emergencia. Que pensase en su mujer. Y quizás fueron las palabras del comisario, o quizás porque que era demasiado temprano para que el vino le alterase el juicio, pero decidió seguir su consejo. En un par de días partirían a la casa de unos parientes que vivían en una ciudad no tan alejada. Y ese mismo día, a pesar de que las nubes auguraban una noche tormentosa, los señores empezaron a embalar y a juntar las cosas del campo para guardarlas en el galpón.
Era media tarde cuando ocurrió. El cielo estaba encapotado y el viento aullaba entre el silencio de los árboles de la estancia. La mujer de Persiguez estaba descolgando unas ropas del tendal cuando escuchó detrás de las sábanas un sonido viscoso que serpenteaba hacia ella. Asustada dejó caer toda la ropa y gritó por su marido. Cuando Persiguez se apresuró seguido por sus perros hacia donde su esposa, solo llegó a ver la mirada de espanto que le dirigían sus ojos muertos. Una masa negra ya se arrastraba espesamente por encima de la cara de ella hasta cubrirle completamente esos dos ojos que se desbordaban de sus cuencas. Fue en ese momento cuando Persiguez reaccionó y echó a correr. Corrió desesperado hacia su casa, rogando llegar antes que esa cosa. Escuchó los desgarradores aullidos de sus perros y el borboteo que se acercaba, y se acercaba. La puerta estaba solo a unos metros cuando sintió el olor pútrido y sulfuroso de la criatura que le revolvía el estómago. Justo al último momento alcanzó la puerta entreabierta, entró rápidamente a la casa y cerró de un golpe. Dejó la escopeta y se apresuró a cerrar con llave y poner las trabas. De pronto un golpe hizo temblar toda la puerta, pero los cerrojos la mantuvieron intacta. Más golpes se sucedieron, cada vez más fuertes, pero la puerta soportaba sin ceder. Don Persiguez se alejó lentamente, agradeciendo a la Virgen por haberse salvado, por tener la chance de volver a ver el sol. De repente, los golpes cesaron. Oyó el siseo revolverse en la puerta. Para cuando se dio cuenta que no había puesto el burlete de arena en el borde inferior, una baba negra y viscosa como alquitrán caliente ya empezaba a reptar por la rendija debajo de la puerta.