08 enero, 2016

Dante de Noxville



Eran las tres de la mañana en Noxville. Pero eso no importaba mucho, porque ahí estaba oscuro casi todo el tiempo. Tenían escasas horas de luz solar y a nadie le importaba. Todas las personas dormían de 9 a 10 horas tranquilamente. Y el pueblo se sostenía a base de la energía producida a partir de los sueños. Su empresa refinadora de sueños trabajaba todo el día y andaba sola, por inercia, sin la necesidad de mucha gente. Y los controladores generalmente se dormían por la fuerte influencia de los generadores. Así que para las horas de la madrugada no se necesitaba luz eléctrica ni nada, porque nadie se movía por las calles del pueblo cuando no funcionaban las luminarias. Y eran las tres de la mañana y en el segundo piso de una casa grande había una luciérnaga roja que se quedaba quieta alumbrando la mano del que la sostenía. Se balanceaba un poco, con el pautado vaivén de la mano a la boca y de la boca a la mano. El dueño de la mano y de la boca estaba mirando la completa oscuridad regada de estrellas. Otro detalle, en Noxville las estrellas crecían como flores, del suelo fértil. También había otras más grandes colgando de los árboles de hojas plateadas. Nuestro fumador era la única mota de color en la inmensidad oscura y estrellada. Dante se llamaba, o le decían Dante. Es que en Noxville uno puede cambiarse el nombre sin ningún problema. Y Dante eligió su nombre porque el único libro que leyó era La Divina Comedia. Y tardó tres años en terminarla, porque tenía escasas horas de lectura al día.
Dante era el único que fumaba en ese pueblo de soñadores. Nadie pensaría siquiera en interrumpir la noche con un punto rojo. Sería una infamia. Pero a él no le importaba porque no se sentía propio de ese pueblo, ni de ese estilo de vida. Era el único que se animaba a salir del pueblo y le encantaba. Iba a comprar cosas que no se conseguían en Noxville y que la gente quería. Entonces él inflaba su bicicleta, enganchaba su carrito si tenía algún pedido grande, y se iba a Luxville, a dos días de viaje de allí. Luxville era todo lo contrario a Noxville, como cabe esperar. La gente usaba todas las horas del día disponible, y en cuanto empezaba anochecer, alumbraban todo con la energía del pueblo vecino. Todos en Luxville dormían poco y eran felices con ello, porque no necesitaban soñar, sino vivir sus sueños. Dante compraba ahí cosas increíbles que no siempre tenían una función clara, pero la gente las quería igual.  También compraba sus cigarrillos, y a veces un encendedor. Y siempre, siempre, pasaba por el local de venta de camas. Ahí vivía Beatrice, la hija del vendedor de camas. Beatrice se la pasaba dormitando en las camas, o sobre el mostrador, o sobre las almohadas y almohadones en oferta, o entre las cajas del depósito. Dante la adoraba, y como siempre alguien le encargaba una almohada o una colcha de ese local (porque es un hecho que son mucho más cómodas que las de Noxville), siempre tenía una excusa para ir a verla. Ella también adoraba a Dante, y soñaba con él cada dos por tres. Ambos tenían una relación extraña, porque a él le encantaba hablarle, hasta que se daba cuenta de que se había quedado dormida. Entonces la recostaba sobre su regazo, prendía un cigarrillo y tarareaba bajito una canción de cuna. A veces, tenía que irse antes de que despertara, así que ponía el almohadón más suave que encontraba bajo su cabeza y la besaba en los labios antes de seguir su camino. Beatrice siempre sonreía en sueños cuando la besaba.
Mientras fumaba una noche, Dante pensaba en lo hermoso que sería mostrarle a Beatrice los campos de estrellas; y el río de leche que corría más allá de la colina, donde terminaba la cascada en una nube de espuma; y la refinadora de sueños. De seguro a ella le encantaría el runrún soporífero de las turbinas, se quedaría dormida muy rápido y él podría verla dormir. Podrían tomar un chocolate caliente en el local de la señora Lorena y recostarse en el techo de la iglesia, donde ni los santos los molestarían. Pensaba y pensaba en todas las cosas que podrían hacer si pudiera traerla. Ya se lo había propuesto muchas veces, pero solo una vez consiguió una respuesta. Muchas veces ella se quedaba dormida antes de que él terminara de hablar, y muchas otras él se olvidaba de lo que iba a decir cuando veía los ojos negros de ella, llenos de estrellitas en miniatura. La única vez que todo salió como quería estaban en el depósito atrás del local de camas. Beatrice estaba recostada sobre un montón de cajas, y él se sentaba a su lado con un almohadón en el regazo. Le planteó la idea y ella le contesto adormiladamente que le encantaría pero que tendría que hablarlo con su padre. Lamentablemente su padre no era tan accesible, y le negó terminantemente sacarla alguna vez de Luxville. Dante pensaba que su padre no quería arriesgarse a perderla, porque estaba seguro de que una vez que Beatrice viera cómo Noxville iba con ella, no querría alejarse nunca más. En su fuero interno, Dante esperaba que fuera así.
Y de ese modo nació el plan de tres fases de Dante para llevar a Beatrice fuera de Luxville. Lo primero de todo era ser totalmente sincero con ella. Porque no podía raptarla o llevársela sin que ella lo aprobara. Y cuando se lo planteó, abiertamente y sin tapujos, vio la duda revolotear entre las estrellitas de sus ojos. No sabía, no podía saber cómo era lo que le esperaba, ni lo que quería o no quería hacer. O no hacer. Trató de confiar en el fuego solar que veía en los ojos de Dante, trató de susurrar un ‘sí’ timorato, trató de ponerse feliz por aventurarse más allá de ese mediodía eterno donde nunca se sintió cómoda. Trató, sí que trató. Pero en su nuca susurraba la voz de la pena, de dejar a su padre, de la decepción, del dolor, del resentimiento, del odio, del arrepentimiento. Por eso el segundo paso le supo tan amargo. Ambos trataron de hacerlo lo más rápido posible. De resumirlo en su memoria a un simple encarar-llorar-suplicar-gritar-huir-escapar. Andar kilómetros y kilómetros en bicicleta, adentrándose en la noche cada vez más. Dormir, comer, reír, llorar, hablar, y dormir de nuevo. Beatrice se pasó la mayor parte durmiendo, o haciendo que dormía, o tratando de dormir o pensando en que estaba dormida, porque todo eso parecía un sueño. Mientras Dante la llevaba en el carro de la bicicleta, ella se tapaba con una manta y lloraba bajito, pensando que quizás podría drenar la tristeza por las lágrimas. Oh, estaba tan confundida la pobre. Era un amasijo de emociones contradictorias que la hacían perder la cabeza y le rompían el corazón. Hasta que llegaron al paso tres. Llegar a Noxville. Ahí decidió que toda su vida había sido un gran malentendido y que ella era decididamente parte de ese pequeño pueblo más de lo que nunca hubiera podido soñar. Amó todo lo que ahí había. Dante le mostró las maravillas de su pueblo. Le enseño las supersticiones y los mitos, y cómo sacar una estrella de un árbol sin que se hiciera añicos. Le enseñó a acomodar los almohadones para dormir mucho más cómoda y también trató de enseñarle a no dormir, pero siempre se quedaba dormida a la mitad. Entonces Dante se reía un poco, la arropaba bien y le daba un beso de buenas noches.  Y se iba a la ventana a fumar un cigarrillo, a pensar en si había hecho lo correcto, en si todo había valido la pena. Porque ya casi no veía las estrellas en los ojos de Beatrice, que siempre estaba dormida. Y sus propios ojos se estaban apagando un poco de lo triste que eso lo ponía. Terminó el cigarrillo de esa  noche y se fue a acostar al lado de su enamorada.
 Algunas noches, como esa, se quedaba despierto por horas pensando en que le hubiera gustado más quedarse él en Luxville, en vez de arrastrarla a ella a Noxville. Pero no porque eso sería egoísta. Pero sí porque eso hubiera evitado el dolor de Beatrice. Pero no porque ella hubiera seguido siendo una foránea en su propia tierra. Pero sí porque él estaría en su hogar. Pero no porque ella se habría perdido todas las cosas que le hacían bien. Pero sí porque podría haber tenido una linda relación con el padre de Beatrice. Pero no, pero sí, perono, perosi. Y el peronoperosi le duraba horas, hasta que se quedaba dormido unas horas. Solía despertarse con el sol y esperar a ver como Beatrice abría los ojos legañosos, y la luz rosada del amanecer le iluminaba las estrellas. Y eso le ponía fin a las dudas. Porque él sacrificaría todas las horas de luz y los cigarrillos del mundo por esa primera mirada de felicidad.