28 diciembre, 2018

Para Sya


I.

Leí la noticia,

y cerré los ojos fuerte,
fuertefuerte,
   como cuando era chica
   y pensaba que si cerraba los ojos
   y me hacía un bollito
   y no respiraba más que lo justo y necesario
        las cosas iban a estar bien.

Pero las cosas no estaban bien.
No lo estaban,
y por más que me hice bollito
   y conté cada una de mis respiraciones
      y traté de tragarme las lágrimas
         y traté de cerrarle la puerta al dolor,
Las cosas no estaban bien.

No van a estar más bien.

No sé
cuánto tiempo estuve llorando
y cuándo fue que,
   entre tanta lágrima hecha bolllito,
empecé a rezar.
Recé como hace casi una década no rezaba,
le rece a lo que sea que hay más allá,
   Jesús, dios, universo, karma destino aláodínquetzalcoatl
   (o como sea que te llames)
Recé el padrenuestro y el avemaría
   y los versos de algún poema de Neruda que sé de memoria.
   y los tartamudeos que parecían de Girondo
      (pero no eran más que mi propia tristeza hecha onomatopeya)

Te mandé un mail que probablemente no contestes
   (y si contestás, este poema va a ser
       la única víctima necesaria de esta tragedia)
No paro de leer y releer las noticias
Buscando tu nombre en lugares donde sé
 que no voy a encontrarlo.
Pero es una cascarita que no puedo dejar de sacarme
   y de mirar la sangre que me sale
      solamente para comprobar que sigo viva
          solamente para saber que todavía existo.

Quisiera pensar que todo esto es un gran drama
Que mañana vas a contestarme el mail
   y a decirme que estas bien
   que el agua te dejó sin internet
   que solamente se te arruinó el paper
   y que se te mojaron los puchos
   y que probablemente pase un rato
      hasta que puedas mandarme la carta que me prometiste.
Quisiera pensar que ni son muchas las probabilidades
   de que seas ese uno entre +590
Pero mi yeta es mucha y muy yeta,
y mi corazón está roto
   (y muy roto)
Y mis lágrimas probablemente ya estén benditas a esta altura.

Pero de qué me sirve el agua bendita de mis ojos
   si no puedo saber si hay agua en tus pulmones
      si no puedo saber si alguna vez vas a contestarme el mail
         si no puedo cerrar los ojos y fingir
         que todo está bien
         que estas ocupado con tu investigación
         que el sistema postal es una mierda, viste?
         que probablemente tu carta llegue la semana que viene
         o la otra
         o la otra
         o la otra
         o la otra
         o la otra…

14 noviembre, 2018

En algún momento
Hace cierta cantidad de meses
Por motivos que no termino de saber
Movida por pulsiones desconocidas
Me asesiné.

Me agarré del cuello, traté de sacarme el aire,
pero no tengo fuerza en las manos y logré zafarme y me dejé caer.
Traté de arrastrarme, de huirme,
  pero me agarré por los tobillos y peleé por soltarme.
Me tambaleé hasta la bañera donde me hundí la cara en el agua.
Traté de resistirme, en serio traté.
Traté de agarrarme del pelo, de la ropa, de donde sea.
Me arañé los brazos tratando de hacer que afloje un poco el agarre.
Pero la fuerza de mi peso no me dejaba levantarme,
  y me ahogué en mis propias lágrimas de pánico.

Y ahora acá estoy,
  Habitando mi propio cuerpo vacío.
  Sobreviviendo en la nada que me llena,
  en el eco que resuena como estática en mi pecho.
Acá estoy,
  tratando de que nadie se de cuenta
  de que mi sonrisa no es tan auténtica como me gustaría,
  y que si mis ojos brillan, es por las lentes de contacto.

Y ahora
Meses después de mi muerte,
del luto que nunca hice por mi.
Quisiera poder volver
Quisiera saber volver
Quisiera tener idea de dónde dejé mi alma.
Quisiera no tener que llenarme las uñas de tierra,
desenterrando y enterrando cadáveres.
Cadáveres de otros.
Cadáveres que no se muy bien
   de dónde salieron
   pero están ahí.
Quisiera saber qué hacer si encuentro el mío.

Quisiera poder volver.
Porque estoy cansada de decirme que lo hice por mi bien.
Que estamos mejor sin un alma que se rompa.
Que la apatía cadavérica de este cuerpo
    me ayuda a sobrevivir sin quebrarme.
Que sin alma no hay vínculos, y sin vínculos nadie puede hacerme llorar.
Aunque en realidad el chiste es que nada puede hacerme llorar.
    Ni reír, si vamos al caso.
Estoy cansada de ser mi propia enemiga y mi única aliada.
Estoy cansada.
Tan cansada que me cuesta levantarme de la cama,
Y decidir qué ropa ponerme,
Y tomar la decisión totalmente lógica y calculada de sonreirle a mi vieja,
Y de decirle que estoy bien,
Que estoy un poco cansada nomas
Que debe ser que estoy comiendo mal
Que no se preocupe
Que todo va a salir bien al final
Que ahora no voy a volver a llorar
Que lo hice por mi
Que el luto lo llevo en los ojos
Que estamos mejor así, no te parece?
Que no le diga a nadie, ni a mi vieja.

Y que este poema es un error
Que ahora nadie va a quererme

 Que todo el mundo me va a ver como una pobrecita y a tenerme pena.
  Que nadie podría nunca enamorarse de una mina vacía
   Que ahogar mi alma en la bañera fue la única decisión que tomé por mi misma en mi puta vida
   Y que debería estarme agradecida por haberme sostenido la cara bajo el agua hasta que el alma se me escapó por los ojos en forma de lágrimas porque así nunca nadie va a lastimarme de nuevo y nunca voy a tener que cargar el peso de mis propios errores porque todo me importa tan poco en comparación con la culpa de haberme asesinado.

Y que
No importa si desentierro mi cadáver,
ni si me pego el alma al cuerpo con cinta scotch,
  Y juego un poco a tener el derecho a ser feliz
  Y repito tres veces frente al espejo que me merezco la vida que tengo.
Siempre voy a estar esperándome al lado de la bañera,
lista para arrancarme el alma de los ojos de nuevo.
Porque somos un círculo vicioso, Agustina,
  y sabés bien que esa alma tuya hace mucho que está muerta,
    y ni toda la cinta scotch del mundo va a cambiar eso.

06 abril, 2018

T Ó P I C O S


A veces, amor mío,
     memento mori.
Muerte, llanto, lejanía.
Sabiendo que a tus ojos
     no soy más luz
     que las luminarias.

A veces, raramente,
     omnia mors aequat.
Y mi deseo
     e g o í s t a
de que algo nos una
de nuevo.

A veces, si no,
     tempus fugit.
Que se me fuye
     fluyéndome
     entre los dedos.
Sin poder quedármelo.

A veces, mi corazón,
     religió amoris.
Que elevo en una plegaria,
por si llega a oírla.
     Por si quizás me bendice
     con un reflejo de sus ojos.

A veces, los buenos días,
     vita flumen.
Sintiendo que se disuelve,
     se lava, se desvanece.
Dejando en mí
     una tibia autocomplacencia.

A veces, mi vida,
     locus amoenus.
Aire en el fondo de los pulmones.
     Susurro de lavándulas.
Sabiendo que ningún dolor
     dura más que un suspiro.

Poema publicado en Autor/


Dentro
dentro mío,
lo sé.
Mi corazón lo sabe,
y mis pulmones,
y mis dedos fríos
                que ahora escriben
                que tiptapean ruidosamente.
Todos lo saben
menos yo.
Cada parte de mí
está al tanto.
Notificada.
Y yo lucho y lucho
por no saber
por no enterarme.
Nunca, no, no quiero.
Pero quizás ahora
mis dedos reviven,
se  re bela n  un poco.
Tratando de seguir
      de s e g u i r
al corazón.
Pero no quiero,                                                                                            
quiero mirar para otro lado.
Alargar todo lo posible la espera.
Hacer que cada segundo valga el doble,
o el triple o todo lo que sea necesario para evitarlo.
No siento, no, la piel fría,
los pulmones vacíos,
los dedos tiesos,
los ojos secos,
el Silencio.
No quiero saberSentir.
Pero es la verdad
es así querida,
estás
          Mue r t a
.

25 marzo, 2018

Cerrá la puerta



Todo comenzó una noche de febrero. El señor Miguel Persiguez volvía del hospital, donde un peón suyo estaba internado por una fiebre rara que no bajaba con los días. Llegó a su estancia, se bajó de la camioneta y caminó los tres o cuatro metros de pastos altos y yuyos que separaban la trotadora del zaguán. La luna nueva apenas alumbraba la noche oscura pero el camino a la puerta de entrada era recto y simple, y él no necesitaba luz para recorrerlo. Cuando estaba llegando, escuchó algo detrás de él. Algo se movía entre los pastos altos, se deslizaba lento como una serpiente, pero sin ese siseo con el que había aprendido a reconocerlas. Miró sin ver en la oscuridad y se apresuró a entrar a su casa. Cerró con llave y cerrojo, y le puso al borde de abajo de la puerta el burlete, ese tubo de tela lleno de arena para que no pase el frío ni se metan las alimañas a la casa. Esa noche durmió un poco intranquilo, pero para la mañana siguiente todo el asunto del pastizal se había deslizado de su mente.
Unos días más tarde, resulto ser una noche muy calurosa. Tanto así que don Persiguez, su señora y su primo e sentaron en el zaguán tomando una cerveza fría para paliar el calor. Persiguez había mandado a cortar todos los yuyos que rodeaban la estancia. También había hecho recortar los arbustos para dejar despejados unos tres o cuatro metros al rededor de la casa. No quería que los bichos se acercaran a la casa, y había algo que lo inquietaba en la sombra de los pastos. Entonces, entre risas y cuentos, don Miguel escuchó algo. Entre el murmullo de chicharras, grillos, ranas y demás bichos de monte había un ruido raro. Era como un borboteo viscoso y espeso que se deslizaba por detrás de los malvones que decoraban el zaguán. Trató de ignorarlo, de concentrarse en la historia del primo, pero el sonido se arrastraba de nuevo en su mente, intoxicando sus pensamientos. Le dijo a su mujer y a su primo que entrasen, que había algo raro ahí afuera. Ambos atribuyeron la repentina paranoia al alcohol, pero como ya era tarde, decidieron hacerle caso. Ella entró a la casa pero el primo decidió que era mejor subirse a su caballo y seguir hasta su propia estancia. Don Persiguez trató de convencerlo de que se quedara al menos por la noche.  Pero el primo era tozudo, y sin que le importe la hora, ni el calor, ni el ruido, se subió a su caballo y se fue. Cuando entró a su casa, don Persiguez cerró con llave y cerrojo, puso el burlete de abajo de la puerta y además le atravesó la tranca de madera. Durmió intranquilo, intermitentemente. Los perros ladraron toda la noche hasta quedarse roncos y a la mañana siguiente los encontró asustados y escondidos en el galpón.
     Hacia la siesta de ese mismo día llegó el comisario con malas noticias. El primo había desaparecido. Habían encontrado a su caballo, espantado y corriendo sin control por el campo. A pesar de los esfuerzos de la policía, no pudieron encontrar rastro alguno del primo. Algunos meses después, en la época de cosecha, encontrarían sus restos en una plantación no muy alejada de su estancia.
            Los días siguientes, don Miguel reforzó la puerta, sumó una tranca más y agregó arena al burlete para hacerlo más pesado. Todas las noches aseguraba la puerta y cerraba los postigos de las ventanas. Dormía perturbado y se despertaba a horas de la madrugada solo para prender y apagar las luces de la galería. Su mujer empezó a unirse en las preocupaciones de su esposo. Preguntaba a cuanta vecina veía si sabía algo de susurros en la noche, o si sus puertas también aparecían manchadas con una aureola negruzca y difícil de lavar, sobre todo en las noches nubladas o tormentosas.
Sucedió en ese entonces la mayor de las tragedias para un paisano. Una plaga que ningún veterinario podía explicar había empezado a atacar a los animales de corral. Gallinas, chivitos y patos fueron los primeros. Pero paulatinamente otros animales de mayor tamaño empezaron a amanecer muertos, retorcidos en posiciones imposibles. Más adelante descubrieron también que tenían la sangre negra y purulenta. Pronto no había granja con gallina viva ni hacienda con caballo en pie. Los animales que quedaban parecían paralizados del miedo. Los descubrían a la mañana con los ojos desorbitados y la boca llena de espumarajos. Hasta los perros, que solían dormir en los patios y jardines de las casas, eran encontrados agarrotados en las últimas posiciones de lo que aparentaba ser un caso extremíimo de convulsiones. Fueron analizados todos los factores posibles, y solo encontraron que el agua estaba contaminada con una toxina desconocida, pero en un porcentaje demasiado bajo para causar tan terribles síntomas.
Pronto toda la región se encontraba alterada, las personas empezaban a rumorear sobre alguna macumba, alguna maldición que estaba afectando a los animales de la zona. Por supuesto, don Persiguez no dejaba de decir a cuanta persona se cruzara, que él sabía. Que había alguna alimaña rara rondando las haciendas, matando de miedo a los animales. Sabía, estaba seguro de que eso era cosa del diablo. Que alguien había jugado con cosas que no debía y había traído a esa plaga a los campos. Que era cuestión de tiempo para que el demonio se cansara de la sangre de vaca y chivo, para que empezara a buscar otro tipo de sangre. Y así fue, como si fuera una premonición, pronto empezaron a encontrar personas muertas, con los mismos ojos aterrados de los animales. Era como si lo último que vieran les sacara la vida por los ojos, les drenara la fuerza y la sangre del cuerpo. Primero eran personas que se encontraban afuera en la noche ocasionalmente, yendo de un lugar a otro. Luego fueron encontrados peones, muertos en sus propias casillas, le siguieron viejos que dormían confiados, con las ventanas abiertas de par en par. Poco a poco, la población fue decidiendo huir, mudarse a otros pueblos, yéndose a vivir a ciudades alejadas, vendiendo sus tierras a compañías internacionales que les pagaban una miseria. Todo con tal de escapar del terror que parecía perseguirlos.
Miguel Persiguez sin embargo se quedó. A pesar de todas las recomendaciones, y de que muchos de sus vecinos y familiares se unieran al éxodo, se quedó. Un poco porque había construido esa estancia y había cuidado sus animales toda su vida. Si se iba, ¿qué sería del trabajo de tantos años? Tirado a la basura, desperdiciado, desaparecido. No podía dejar que eso pasara, así que se quedó. Antes de que el sol siquiera se acercara al horizonte, ya se guardaba en su casa con todas las puertas cerradas con trancas, cerrojos y burletes. Metía a los perros y los hacía dormir en la cocina, sin que le importasen las quejas de su esposa. Y tomaba. Se pasaba la noche sentado frente a la puerta, sosteniendo la escopeta en una mano y sirviéndose vaso tras vaso de vino. Esperaba que el sopor del alcohol lo hiciera olvidar lentamente hasta quedarse dormido.
Los días se sucedían mientras más y más familias abandonaban sus casas y sus campos, dejando cada vez más aislados don Persiguez y a su señora. Hasta que una mañana nublada se acercó el comisario a decirles que también la comisaría tenía que cerrarse. Antes de irse le pidió profundamente a Miguel que se uniera él también al éxodo. Que no quedaría nadie para auxiliarlo en una emergencia. Que pensase en su mujer. Y quizás fueron las palabras del comisario, o quizás porque que era demasiado temprano para que el vino le alterase el juicio, pero decidió seguir su consejo. En un par de días partirían a la casa de unos parientes que vivían en una ciudad no tan alejada. Y ese mismo día, a pesar de que las nubes auguraban una noche tormentosa, los señores empezaron a embalar y a juntar las cosas del campo para guardarlas en el galpón.
Era media tarde cuando ocurrió. El cielo estaba encapotado y el viento aullaba entre el silencio de los árboles de la estancia. La mujer de Persiguez estaba descolgando unas ropas del tendal cuando escuchó detrás de las sábanas un sonido viscoso que serpenteaba hacia ella. Asustada dejó caer toda la ropa y gritó por su marido. Cuando Persiguez se apresuró seguido por sus perros hacia donde su esposa, solo llegó a ver la mirada de espanto que le dirigían sus ojos muertos. Una masa negra ya se arrastraba espesamente por encima de la cara de ella hasta cubrirle completamente esos dos ojos que se desbordaban de sus cuencas. Fue en ese momento cuando Persiguez reaccionó y echó a correr. Corrió desesperado hacia su casa, rogando llegar antes que esa cosa. Escuchó los desgarradores aullidos de sus perros y el borboteo que se acercaba, y se acercaba. La puerta estaba solo a unos metros cuando sintió el olor pútrido y sulfuroso de la criatura que le revolvía el estómago. Justo al último momento alcanzó la puerta entreabierta, entró rápidamente a la casa y cerró de un golpe. Dejó la escopeta y se apresuró a cerrar con llave y poner las trabas. De pronto un golpe hizo temblar toda la puerta, pero los cerrojos la mantuvieron intacta. Más golpes se sucedieron, cada vez más fuertes, pero la puerta soportaba sin ceder. Don Persiguez se alejó lentamente, agradeciendo a la Virgen por haberse salvado, por tener la chance de volver a ver el sol. De repente, los golpes cesaron. Oyó el siseo revolverse en la puerta. Para cuando se dio cuenta que no había puesto el burlete de arena en el borde inferior, una baba negra y viscosa como alquitrán caliente ya empezaba a reptar por la rendija debajo de la puerta.