La luna asomaba entre las nubes develando así su curvilínea
forma de C y los grillos llenaban el aire de una apacible melodía que me hacía
recordar las noches en el campo. Ahora, tras esta ventana asegurada de una
forma que yo no pudiera abrirla, observaba el pacífico paisaje nocturno que se
devalaba ante mí. En verdad era lo único entretenido para mirar, dentro mi
habitación era sosa, paredes blancas, cama blanca, piso blanco, ¿Qué puede
haber de entretenido en un cuarto de manicomio? La camisa de fuerza me
acalambraba los brazos e imposibilitaba la tarea de rascarme la espalda como es
debido, por eso de vez en cuando me restregaba contra la pata de la cama como
un animal marcando su territorio. Estar encerrada da mucho tiempo para pensar,
y de qué forma mi mente volaba cuando me mandaban a confinamiento solitario. La
posición de las estrellas me decía que estábamos a fines de marzo, aunque las
hojas desparramadas por el césped eran más elocuentes que la posición de esas
enormes masas de calor y energía a millones de años luz del hospital. De pronto
un grito se escuchó a lo lejos, desde otra parte del complejo, buenas noticias,
pronto me sacarían de este aborrecible cuarto albino para dejárselo a alguna
otra pobre alma confinada.
20 febrero, 2013
Miró
Miró, miró a lo lejos y suspiró, dejando que en ese suspiro
se fueran los restos de su voluntad. Miró la rompiente de las olas a pocos
metros y saboreó la bruma salada. Era
pleno invierno, la playa estaba vacía. El viento soplaba y movía las hebras de
cabello que caían sobre su cara. Un frío que calaba los huesos la hacía
tiritar. Dio un paso y sintió la arena helada bajo sus pies desnudos. Se quitó
la campera, quedando al descubierto sus brazos desprovistos de mangas, su pecho
cubierto por una fina blusa de gasa. Las marcas rojas en sus antebrazos
mostraban el dolor de las noches oscuras, cuando sus únicos amigos eran un
cutter y una gasa. Las profundas huellas
del dolor y de la soledad eran nítidas ante los suaves rayos del amanecer, que
no alcanzaban para derretir la escarcha nocturna.
Cerró los ojos y avanzó, un paso, luego otro. Perdiendo la
noción del tiempo y del espacio. Estaba sola, sola y perdida como tantas
mañanas en las que despertaba sin saber qué hacer, qué sentir, qué decir. Verse
libre del martirio de la rutina y el tedio la alegró. Eso la hizo sentir mal,
no podía permitirse empezar a sentir justo en ese momento. Apuró el paso
decididamente, de un momento a otro podría perder las agallas y el coraje
propios de los suicidas.
En su mente recitaba a su autora favorita, Alfonsina Storni.
Los versos se le escapaban de los labios y volaban lejos, perdiéndose en la
lejanía. Versos propios, fruto de las noches de insomnio y desesperanza, se
fusionaban con los otros, generando nuevas e inéditas poesías. Poesías que
jamás verían la luz del mundo, que quedarían perdidas en las hojas de su
cuaderno, entre las líneas emborronadas por las lágrimas y manchadas de sangre.
Cuando sus pies tocaron el agua fría sintió un escalofrío,
pero no se detuvo. Siguió adelante sin temerle a la muerte, sin dudar. El agua
cubría sus piernas, adormeciéndolas, haciendo que casi no respondieran. Pero
aún así caminó, dejando atrás todo lo que alguna vez amó. Hundiéndose en el mar
del olvido y del despecho. Porque son casi lo mismo, el despecho es amor
perdido y lo perdido está olvidado. El agua hasta su cuello, su cuerpo dormido.
Una brizna de arrepentimiento, no quería morir. Pero ya era tarde, una ola
salvaje la tapó, hizo que sus pies dejaran de tocar el fondo. Y respiró, sintiendo
el agua entrar en sus pulmones. Tosió una, dos veces y cayó en el lecho eterno.
Cerró los ojos y se sumió en un sueño que no acaba.
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