La luna asomaba entre las nubes develando así su curvilínea
forma de C y los grillos llenaban el aire de una apacible melodía que me hacía
recordar las noches en el campo. Ahora, tras esta ventana asegurada de una
forma que yo no pudiera abrirla, observaba el pacífico paisaje nocturno que se
devalaba ante mí. En verdad era lo único entretenido para mirar, dentro mi
habitación era sosa, paredes blancas, cama blanca, piso blanco, ¿Qué puede
haber de entretenido en un cuarto de manicomio? La camisa de fuerza me
acalambraba los brazos e imposibilitaba la tarea de rascarme la espalda como es
debido, por eso de vez en cuando me restregaba contra la pata de la cama como
un animal marcando su territorio. Estar encerrada da mucho tiempo para pensar,
y de qué forma mi mente volaba cuando me mandaban a confinamiento solitario. La
posición de las estrellas me decía que estábamos a fines de marzo, aunque las
hojas desparramadas por el césped eran más elocuentes que la posición de esas
enormes masas de calor y energía a millones de años luz del hospital. De pronto
un grito se escuchó a lo lejos, desde otra parte del complejo, buenas noticias,
pronto me sacarían de este aborrecible cuarto albino para dejárselo a alguna
otra pobre alma confinada.
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