11 noviembre, 2016

A cosa



            Era un día como cualquier otro, como una tarde cualquiera. Atardecer, puesta de sol, ocaso, muerte del día. El cielo se pintaba de rojo como si el sol debiese ser sacrificado para la llegada de la noche. Era una casa como cualquier otra, con infinitas 23 ventanas y ventanales por los que entraban los rayos agónicos del sol; o se deslizaban siseantes las sombras de la penumbra.
            No era la primera vez que me quedaba sola en casa. Después de todo, con tantos días sin clases, estaba más que acostumbrada a amanecer en un caserón vacío que murmuraba mis pasos atrás mío. Estaba acostumbrada a comer sola en la mesa kilométrica del comedor. Y a dormitar en el sofá a altas horas de la noche, iluminada por la luz tecnicolor del televisor, sin más almas despiertas que la mía.
            Pero era la primera vez que estaba sola y plenamente consciente de esa soledad a la hora del crepúsculo.
            Me senté en la computadora a recorrer ese nosequé interminable que se sucede atrás de la pantalla, que si te preguntan qué estás viendo, no sabes qué contestar. Atrás mío, el pasillo serpenteaba con sus escamas de baldosas crujientes. A esa hora, cuando la casa se enfriaba, eran normales los sonidos de casona grande y vieja retozando al sol que se despereza para seguir durmiendo.
            Pero pronto sentí como si hubiera algo más que pared y piso a mis espaldas. Me giré, un poco bastante paranoica, con mil ideas extrañas en la cabeza. Nada. No había nada más que pared y piso. Y polvo, porque por más que limpiemos, el polvo parece perseguirnos y asentarse en cuanto no lo estamos viendo. Me volví a mi lugar frente a la computadora, y en cuanto enfoqué de nuevo la vista en el monitor, otra vez eso a mi espalda.
            Era un susurro, un borbotear inaudible, unos pasos sin sonido que se deslizaban justo donde termina la visión periférica. Era una corriente de aire sin viento. Era un algo, un algo inmaterial, inimaginable, invisible. Pasaba por atrás mío con una viscosidad intangible que se pegoteaba en mi espinazo, dándome escalofríos. Eran palabras no dichas, nombres perdidos, murmullos de casa vieja que sabe todos los secretos que alguna vez se escondieron entre sus paredes.
            Apagué la computadora y salí al jardín. Di una, dos, diez vueltas a la manzana hasta que terminó de atardecer y se hizo la hora de que mi hermano llegara a casa. En cuanto lo vi, le conté sobre la “cosa”. Me dijo que siempre estuvo ahí, que él la sentía cada vez que se quedaba solo a esas horas. Que mientras hubiera espacio a su espalda, siempre se arrastraba atrás de él y le respiraba en los hombros. Pero que después de un tiempo, pasa a ser una cosa más de la casa.
            No le creí. Porque nunca hay que creerle al hermano mayor cuando trata de asustarte. Sobre todo a mi hermano mayor, que se le daba muy bien inventar historias bastante reales con el único objetivo de dejarme sin dormir.
            Pero ese algo siguió pasando, a la misma hora, por todos lados. Se paseaba por el living, atrás del sillón. Se deslizaba en la cocina, entre las tazas. Recitaba callados versos en la escalera y  murmuraba un incansable vaivén en el pasillo que iba y venía besándome la nuca con labios fríos.
            Tampoco me acostumbré, como dijo mi hermano que lo haría, al pasar de los años. No era como las otras rarezas de la casa. No era como las puertas sin ciencia ni magia que se cerraban solas disimuladamente, como pensando que uno no las veía. O como el tictac misterioso del baño de invitados. O como tantas otras cosas que pasaban y yo ni me inmutaba. El algo estaba ahí, siempre al acecho, esperando por una abertura, insinuándose a hacer algo que no quería imaginarme.
            Y una tarde, como la primera, o como cualquier otra, volví a sentarme en el pasillo a escribir en la computadora. Apenas me concentré en lo que hacía, apareció el Algo. Empezó a moverse con entusiasmo, como si no fuese un día más. El pasillo era su lugar favorito, casi podía escucharse el arrastre de su pesada nada. Ese día se le sentía quizás un poco más cerca, más intenso y penetrante. Empecé a sentir un olor aceitoso y denso, como me imaginaba que olía el petróleo, que se me pegaba al paladar en una sinestesia nauseabunda.
            Sentí que algo me tocaba el hombro, me pasé la mano y había algo húmedo y negro que se derramaba por mi espalda. No quise girarme, no quise saber de dónde salía esa cosa grasienta, no quise ver la boca abierta de lo que sea que se había materializado como en una pesadilla. No quise. Y de pronto, eso me agarró por los hombros y me arrastró hacia la oscuridad. Una oscuridad igual de susurrante y pegajosa como sus pasos por el pasillo todas las tardes. Era cuestión de segundos para que el Algo me absorbiera y me convirtiera en parte de esa baba negra. Lo último que pensé antes de asfixiarme fue que, quizás, debería haberle creído a mi hermano.


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