Era
un día como cualquier otro, como una tarde cualquiera. Atardecer, puesta de
sol, ocaso, muerte del día. El cielo se pintaba de rojo como si el sol debiese
ser sacrificado para la llegada de la noche. Era una casa como cualquier otra,
con infinitas 23 ventanas y ventanales por los que entraban los rayos agónicos
del sol; o se deslizaban siseantes las sombras de la penumbra.
No
era la primera vez que me quedaba sola en casa. Después de todo, con tantos
días sin clases, estaba más que acostumbrada a amanecer en un caserón vacío que
murmuraba mis pasos atrás mío. Estaba acostumbrada a comer sola en la mesa
kilométrica del comedor. Y a dormitar en el sofá a altas horas de la noche,
iluminada por la luz tecnicolor del televisor, sin más almas despiertas que la
mía.
Pero era la primera vez que estaba sola y plenamente consciente de esa soledad a la hora del crepúsculo.
Pero era la primera vez que estaba sola y plenamente consciente de esa soledad a la hora del crepúsculo.
Me
senté en la computadora a recorrer ese nosequé interminable que se sucede atrás
de la pantalla, que si te preguntan qué estás viendo, no sabes qué contestar.
Atrás mío, el pasillo serpenteaba con sus escamas de baldosas crujientes. A esa
hora, cuando la casa se enfriaba, eran normales los sonidos de casona grande y
vieja retozando al sol que se despereza para seguir durmiendo.
Pero
pronto sentí como si hubiera algo más que pared y piso a mis espaldas. Me giré,
un poco bastante paranoica, con mil ideas extrañas en la cabeza. Nada. No había
nada más que pared y piso. Y polvo, porque por más que limpiemos, el polvo
parece perseguirnos y asentarse en cuanto no lo estamos viendo. Me volví a mi
lugar frente a la computadora, y en cuanto enfoqué de nuevo la vista en el
monitor, otra vez eso a mi espalda.
Era
un susurro, un borbotear inaudible, unos pasos sin sonido que se deslizaban justo
donde termina la visión periférica. Era una corriente de aire sin viento. Era
un algo, un algo inmaterial, inimaginable, invisible. Pasaba por atrás mío con una
viscosidad intangible que se pegoteaba en mi espinazo, dándome escalofríos.
Eran palabras no dichas, nombres perdidos, murmullos de casa vieja que sabe
todos los secretos que alguna vez se escondieron entre sus paredes.
Apagué
la computadora y salí al jardín. Di una, dos, diez vueltas a la manzana hasta
que terminó de atardecer y se hizo la hora de que mi hermano llegara a casa. En
cuanto lo vi, le conté sobre la “cosa”. Me dijo que siempre estuvo ahí, que él
la sentía cada vez que se quedaba solo a esas horas. Que mientras hubiera
espacio a su espalda, siempre se arrastraba atrás de él y le respiraba en los
hombros. Pero que después de un tiempo, pasa a ser una cosa más de la casa.
No
le creí. Porque nunca hay que creerle al hermano mayor cuando trata de
asustarte. Sobre todo a mi hermano mayor, que se le daba muy bien inventar
historias bastante reales con el único objetivo de dejarme sin dormir.
Pero
ese algo siguió pasando, a la misma hora, por todos lados. Se paseaba por el
living, atrás del sillón. Se deslizaba en la cocina, entre las tazas. Recitaba
callados versos en la escalera y murmuraba
un incansable vaivén en el pasillo que iba y venía besándome la nuca con labios
fríos.
Tampoco
me acostumbré, como dijo mi hermano que lo haría, al pasar de los años. No era
como las otras rarezas de la casa. No era como las puertas sin ciencia ni magia
que se cerraban solas disimuladamente, como pensando que uno no las veía. O
como el tictac misterioso del baño de invitados. O como tantas otras cosas que
pasaban y yo ni me inmutaba. El algo estaba ahí, siempre al acecho, esperando
por una abertura, insinuándose a hacer algo que no quería imaginarme.
Y
una tarde, como la primera, o como cualquier otra, volví a sentarme en el
pasillo a escribir en la computadora. Apenas me concentré en lo que hacía,
apareció el Algo. Empezó a moverse con entusiasmo, como si no fuese un día más.
El pasillo era su lugar favorito, casi podía escucharse el arrastre de su
pesada nada. Ese día se le sentía quizás un poco más cerca, más intenso y
penetrante. Empecé a sentir un olor aceitoso y denso, como me imaginaba que olía
el petróleo, que se me pegaba al paladar en una sinestesia nauseabunda.
Sentí
que algo me tocaba el hombro, me pasé la mano y había algo húmedo y negro que
se derramaba por mi espalda. No quise girarme, no quise saber de dónde salía
esa cosa grasienta, no quise ver la boca abierta de lo que sea que se había
materializado como en una pesadilla. No quise. Y de pronto, eso me agarró por
los hombros y me arrastró hacia la oscuridad. Una oscuridad igual de susurrante
y pegajosa como sus pasos por el pasillo todas las tardes. Era cuestión de
segundos para que el Algo me absorbiera y me convirtiera en parte de esa baba
negra. Lo último que pensé antes de asfixiarme fue que, quizás, debería haberle
creído a mi hermano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario