Mi abuela tenía el jardín más
hermoso de todos los que nunca vi. Parecía el jardín del Paraíso, o algún
jardín hermoso sacado de un cuento fantástico. En él, había todas clases de
flores y plantas. Los colores se mezclaban unos con otros sobre un enorme telón
verde que se deslizaba entre las baldosas, las columnas decorativas y los animales
de yeso. Ella se levantaba muy temprano, incluso antes de que despuntara el
alba, para regarlas, sacarle las hojas secas, hablar con ellas, trasplantarlas
o cambiar las macetas de lugar. Siempre adoraba cuando alguien le regalaba una
planta nueva, por eso papá o la tía Elena le traían plantas cuando viajaban, en
vez de imanes, o platos o llaveros, o esas cosas que uno se espera como
souvenir. Tenía en su jardín rosas, jazmines, caléndulas, fresias, suculentas,
tulipanes, orquídeas, margaritas, y un montón de plantas de las que yo no sabía
el nombre. Una vez por semana visitaba a la abuela y ella me enseñaba sobre un
tipo de planta en especial. Algunas plantas eran más complejas, y tardaba dos o
tres visitas en llegar a aprender todas las minucias sobre cómo cuidarlas.
Estuve un mes entero aprendiendo sobre las orquídeas, y maté a un par en el
trayecto. Anotaba todos los consejos de la abuela en un cuaderno viejo que ella
tenía, donde había empezado a hacer una enciclopedia hacía años. Las primeras
páginas estaban en blanco, y luego en cada página había una ilustración hecha
en tinta, y una descripción de la planta. Después, una lista de consejos y
sugerencias de crianza.
Entre todas las plantas había una
que me llamaba la atención. Crecía en un rincón del jardín, con hojas anchas y
largas de color verde oscuro moteado, y flores de cuello largo. Eran rojas,
exageradamente rojas. Con gruesos pétalos carnosos que se enroscaban un poco en
las puntas y formaban una copa roja. Parecía la prostituta de la familia de los
lirios. La abuela no me dejaba tocarlas y era muy estricta al respecto; pero
una vez las rocé tratando de alcanzar una rama de otra planta cercana y de una
de las copas cayó un hilo de jugo rojizo oscuro que se chorreó hasta la tierra.
Parecía sangre chorreando de una boca macabra. Me asusté tremendamente y nunca
volví a tocarlas hasta que la abuela murió.
La señora Muerte se llevó a mi
dulce abuela una noche de verano, mientras dormía y soñaba, seguramente, con
los jardines celestiales. Espero que allá arriba tengan un buen jardinero y
abundantes plantas exóticas, o creo que van a rodar cabezas celestiales por el
césped del cielo. La abuela se tomaba muy en serio sus expectativas sobre el
jardín paradisíaco que le esperaba del otro lado. Después del funeral encontré
que ella había dejado una guía donde explicaba cómo cuidar a cada una de las
plantas que no tenía en mi cuaderno. Y adentro del libro había una carta
sellada, para mí, a ser abierta el lunes santo que siguiera a su muerte.
En la carta me explicaba todo
sobre esa flor misteriosa y truculenta. Era bastante fácil mantenerla. Debía
regarla una vez cada tres días con el jugo que surgía de su propia corola. No
podía podarla, ni trasplantarla, ni dejar que otras plantas le taparan el sol.
Era de esas plantas quisquillosas que se mueren o se ponen feas si no se
seguían los pasos al pie de la letra. Aun así era simple; solo había un cuidado
que requería que complejizaba considerablemente su mantenimiento. Una vez al
año, siempre a la media noche entre el jueves y el viernes santo, tenía que
alimentarla. “Darle de comer es cosa muy sencilla” decía en la guía, pero a mí
no me lo parecía tanto. Tenía que buscar el corazón de un hombre sano y
enterrarlo en la tierra bajo sus raíces. El corazón debía estar entero y no tener más de un día de arrancado. Si
cualquier otro día trataba de enterrar o desenterrar algo, las raíces llenas de
espinas iban a atraparme las manos y a arrancarme la piel a jirones. Pero en
esa noche, las espinas se retraen, y pueden moverse para hacer sitio al corazón.
Esa planta es la que hacía que el
jardín se mantuviera tan vivo e imposiblemente florido. La abuela en su carta
no decía de donde la había sacado, pero pude deducir que era de su madre o de
su abuela, porque contaba que sale una flor nueva cada treinta años, y la
planta tenía ya bastantes flores. El corazón anual era obligatorio, y no podía
ser evitado. Y si no le plantaba nada, la planta iba a encontrar la forma de
encontrarme y comerse mi corazón, sin importar lo lejos que me escapara. No
quise saber cómo la abuela sabía esto y todas las otras cosas de esa planta.
Así que nada más me dediqué a cuidar su jardín cumpliendo todos y cada uno de
sus consejos.
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