12 junio, 2016

Rest aura nte



Todos los viernes vuelvo a casa del trabajo cuando ya oscureció. El resto de los días salgo bastante más temprano, pero los viernes trabajo doble turno, aprovechando que no tengo clases. Entonces tengo que caminar tres cuadras hasta la parada del colectivo, que tarda al menos diez minutos. No me da miedo la oscuridad y las calles están bastante vacías a esa hora. Pero hay un lugar, un solo lugar que siempre está abierto. Es un restaurante bastante tradicional, con una decoración que parece inspirada en principios del siglo veinte. El lugar en cuestión está siempre vacío. La mantelería está bien puesta y no parece un mal lugar para comer, pero algo debe tener porque nunca hay ni un alma sentada en las mesas. Sin embargo la camarera va y viene cambiando los platos de sitio, aunque están vacíos. Otra cosa curiosa es que, cuando la moza entra a la cocina, por la abertura de la puerta puede verse que adentro hay un frenesí de trabajo. Los cocineros amasan, cortan, y baten cosas que nunca llego a ver, supongo que porque no veo muy bien. También siempre hay una gran olla abollada que alguien siempre está revolviendo. Cada vez que paso y veo todo ese movimiento para nadie me da muchísima intriga; pero suele hacer demasiado frío y suelo estar demasiado cansada para pararme a preguntar. Generalmente lo único en lo que pienso es en llegar a casa y darme un buen baño, y comer algo rico y calentito, y tejer un rato, y mientras, ver algo en Netflix y después dormir como si no hubiera mañana. Nunca pensé que averiguaría tan pronto la respuesta a esas preguntas.
Este viernes pasado volvía caminando un poco más apurada. Había nevado bastante y yo no estaba lo suficientemente abrigada. Me tiritaban hasta las raíces del pelo y caminaba rápido a pesar de mis zapatos de taco alto. Cuando crucé enfrente del restaurante me distrajo el calorcito que salía de una ventana abierta. Miré hacia atrás mientras seguía caminando y empezaba a cruzar la calle. Todo pasó de golpe. Me resbalé en el hielo y me caí a mitad de la calle justo cuando un auto venía. Atribuyo todo esto a mi mala suerte. Nunca veo ni un auto a esa hora, pero este salió como de la nada. Lo único que sentí fue el parachoques helado contra mi hombro. Sé que el golpe me hizo volar, porque cuando me desperté estaba a algunos metros del auto. A mi alrededor había una mujer que lloraba desconsoladamente y un hombre que hablaba a los gritos por su celular. Pero no entendía lo que decía. Sabía que habían palabras y podía decir donde terminaba una para dar lugar a la otra, pero sonaban como borboteos lejanos, como un eco desde debajo del agua. Me erguí un poco atontada, como era previsible, y ni el hombre ni la mujer se dignaron a ayudarme. Me sentí realmente ofendida, aunque no me doliera nada (lo que era raro) me deberían haber ayudado a levantar. Entonces me senté yo sola, y me disponía a discutir detalles técnicos con la pareja cuando sentí un olor delicioso en el aire. El aroma llenó mi mente y no me dejo pensar en nada más. Venía del restaurante de la esquina, que estaba inauditamente abarrotado. Cuando me di cuenta estaba caminando hacia ahí, sin recordar haberme parado. Me extrañó que nadie me dijera nada y cuando me gire a ver, cuál sería mi horror cuando me vi a mi misma tirada en el suelo, toda descoyuntada y ensangrentada. Me miré las manos y las vi traslúcidas y pálidas. Me asusté bastante y estaba a punto de entrar en pánico, de repente una mano se apoyó en mi hombro. Era la camarera del restaurante, que me sonreía con cara de cansancio. Me indicó el camino adentro y me sentó en una de las mesas alejadas de los ventanales. Un montón de personas traslúcidas vestidas con ropa de distintas épocas deambulaban por entre las mesas. La camarera me sirvió una taza, también semitransparente, llena de un líquido claro y humeante. Todo el restaurante estaba lleno de almas que comían y charlaban alegres. Con toda esa algarabía era bastante fácil olvidarse que uno estaba muerto.

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