Cuando era pequeña, al menos 6 años, siempre oía que alguien
tocaba la puerta. Siempre corría a abrir, pensando que era mi mami después de
un largo día de trabajo. Pero no, siempre estaba la entrada vacía, ya que mi
mamá tenía llave y no precisaba tocar. Pero ¿Quién le explica so a una niña tan
pequeña? Estaba en mi tierna infancia, y por eso estaba perdonada.
Habrán pasado dos años, siempre corriendo a abrir la puerta,
siempre vacía. Hasta que un día, uno trágico y nefasto, se me ocurrió
preguntarme por qué pasaba eso. Empecé a asumir que era algún gracioso que
tocaba la puerta y corría a esconderse. Me quedé horas sentada al pie de la
puerta, pero nunca pude atrapar al maldito niño que me molestaba. Quizás porque
nunca lo hubo. En una de esas veces, que ya desesperada abría la puerta de un
golpe, sentí algo que golpeaba mi pie. Miré hacia abajo y un pájaro se sacudía
chillando de dolor. Era un carpintero, uno de esos que golpea la madera para
encontrar las larvas de gusano. Hermosas y longevas aves los carpinteros
¿Verdad? Pero a esa edad, la tierna de 8 años, yo ya estaba loca, loca de
obsesión y paranoia. Oía el incesante golpeteo de la puerta todas las noches y
no podía dormir. No podía decirle nada a mi dulce madre porque ya estaba
demasiado agotada por el día en sí. Y
ahí tenía el pájaro, con el ala rota y la sangre manchando sus plumas
amarronadas. Lo tomé con cuidado de no acercar demasiado mi mano a su pico.
Miré directamente a sus ojos negros, como dos orbes de alquitrán, me parecieron
los ojos de un demonio. Acaricié las suaves plumas de la cabeza y se la eché hacia
la derecha con cuidado. Vi el cuello emplumado del ave y le di un tarascón. La
sangre me mancó los labios y sentí su dulce sabor en mi lengua. Era delicioso,
como un sorbo de agua para un náufrago que ha llegado medio muerto a la costa.
Mastiqué la carne empalagosa y me saqué de la boca un hueso que no quería
tragar. El pájaro seguía vivo cuando le di el segundo mordisco, más cerca del
pecho. Soltó un chillido y dejó de respirar. No me lo comí entero, solo esos
dos mordiscos, para que muriera. Eché el cuerpo a la nieve, machando la nítida
albura con un rastro rojo. Mastiqué bien el último trozo de carne y me sequé la
sangre con el puño de la camisa. Estaba tan sucia y roñosa que una mancha más
no destacaría en absoluto. Antes de cerrar la puerta miré el despreciable
cuerpo del carpintero y sonreí. Después de eso me fui silbando bajito a
terminar mis deberes.
OMFG <3 Asesinato de un carpintero representado de lo más bello :'D Te admiro .w.
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