-No sos vos, soy yo.
Dijo él, y creyó escuchar que a alguien se le caía un vaso
al suelo a lo lejos. Y no le dio importancia. Ella lloró un poco y pidió
disculpas por llorar, porque se sentía tonta. Dijo que no había problema,
sonrió, hizo un último chiste, se dio la media vuelta y se fue caminando. No
había dado tres pasos cuando un sollozo se escapó de su garganta y una riada de
lágrimas le bañó la cara. Su cuerpo tembló un poco y se apretó las costillas
esperando no caerse en pedazos ahí mismo. Apretó el paso dolorosamente. No
dejaba de mirar sobre su hombro esperando verlo, esperando que la siguiera,
esperando que viniera a consolarla, esperando... pero nunca lo vio, ni él la
siguió, ni la consoló, ni... y llegó a una plaza de por ahí cerca. Se sentó en
la hamaca de siempre, la segunda de izquierda a derecha.
Una vez que se hubo sentado, aflojó el agarre de sus
costillas y se miró la mano. Estaba manchada de sangre roja, oscura y espesa.
Trató de no alarmarse y calmar su respiración. Se sacó la campera gruesa y la
dejó en la hamaca de al lado junto con su mochila. Se miró el pecho, donde la
sangre le empapaba la remera y la campera de algodón hasta la cintura. Su respiración
se entrecortó un poco por el dolor mientras buscaba un cigarrillo en la mochila
y lo prendía. El humo se le filtró por la garganta hasta el fondo de los
pulmones. De la mancha de sangre en el pecho empezó a salir una fina voluta de
humo, que siguió hasta que ella hubo soltado todo el humo que tenía dentro. Se
puso los auriculares, puso una canción tranquila, bajita y se sacó también la
campera fina, quedando solamente con la remera mangas cortas en el frío de
fines de abril. Desde la superficie sanguinolenta de la remera podía ver los
pedazos de vidrio que le salían de la piel. Empezó a agarrarlos con la mano que
tenía libre y a tirar de ellos hasta que los sacaba por completo. Una vez
afuera los ponía en uno de los bolsillos de la mochila. Tenía que quitar los
pedazos más grandes que le atravesaban la piel y hacían que no dejara de salir
sangre. Ya en su casa sacaría todos los fragmentos de su corazón y los lavaría
con agua y los secaría con ceniza y los dejaría en la repisa, en una caja llena
de flores de lavanda secas mientras se le curaban las heridas del pecho. Y
cuando llegara el momento de volver a amar, de volver a entregarlo todo por
amor, se lo tragaría con mucha dificultad, o se abriría un tajo en el pecho
para que quede mejor acomodado. Eso dependía de lo rápido que se enamorara.
Cuando todos los pedazos importantes estaban afuera, se
limpió la mano con el frente de la remera, le dio la última pitada a su
cigarrillo, y lo tiró en la arena sucia de la plaza. Se abrigó, esperando que
entre las dos camperas negras se disimulara un poco la sangre. Como se sentía
desesperadamente vacía sin su corazón, puso la música a tope, tan fuerte que la
aislaba del resto del mundo. Y caminó. Caminó sin mirar al cruzar la calle, sin
prestarle atención a la gente. Caminó aunque le dolían las piernas y no podía
respirar. Caminó aunque los restos de su corazón le hacían guiñapo la piel.
Caminó aunque le chorreaba sangre por la boca y no paraba de toser pedazos de
vidrio. Caminó sorda y ciega y muda y torpe ante el mundo. Totalmente
insensibilizada. No tardaría ni un día en recuperar la sonrisa falsa y los
chistes malos que escondían su entumecimiento de la gente. No era la primera
vez que le pasaba. Sabía que no sería la última. Entonces siguió caminando
mientras lloraba a mares, y escupía vidrio y se reía de su mala suerte.
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